
El milagro de Pascua
By Hispanic Relations Staff | Liderazgo de la iglesia, Recursos para adultos
Occurió algo extraordinario en mi vida al aproximarse la Semana Santa en marzo de 1943. Me tuvieron que ingresar urgentemente en el hospital Masónico de El Paso a causa de complicaciones de la menopausia. La pérdida de sangre me dejó completamente debilitada y casi moribunda. Muchos hermanos donaron sangre. Los médicos me operaron cuando se convencieron de que yo podria soportar una operación.
Después de la operación todo parecía marchar bien, pero de repente se abrió la herida. Tuvieron que llevarme otra vez a la sala de operación, y los médicos lucharon por salvar mi vida. Nada de lo que hacían mejoraba mi candición.
Los médicos llamaron a Demetrio y le dijeron que no podrían hacer nada par mí. Le recomendaron que reuniera a los hijos. Demetrio les avisó a mis dos hijas que residían fuera de la ciudad. Ruth vivía en Colorado, y Esther daba clases en el instituto bíblico de Saspamco.
Era algo conmovedor el ver a mis hijos llorar alrededor de mi cama. Yo apenas podía hablar, y les decía que no lloraran y que tuvieran fe. En mis pláticas diarias con Dios, yo le pedía que me diera quince años más, así como lo había hecho con el rey Ezequías. En aquella oración yo le suplicaba a Dios que me permitiera cuidar a mi niña de tres años y a mis otros hijos hasta que crecieran.
Los hermanos oraban por mí. Mi pastor, el Reverendo Josué Sánchez, quien es ahora el Superintendente del Distrito del Golfo de las Asambleas de Dios, me visitaba y oraba comigo cada día. La segunda iglesia de las Asambleas de Dios con su pastor, el Reverendo José Padilla, se pusieron en vigilia las veinticuatro horas del día. El pueblo de Dios rogaba por mi salud por dondequiera.
Pero yo no mejoraba. Una semana antes de la Pascua, en mi condición débil, les informé a las enfermeras que el Domingo de Resurrección, a las 9:00 de la mañana, el Reverendo Josué Sánchez estaría en mi cuarto para oficiar el sacramento de la Santa Cena. Ellas se miraban las unas a las otras como indicando que lo que yo decía sería imposible. Estaban seguras de que yo no viviría hasta el Domingo de Resurrección. Todo el tratamiento se había suspendido, y las enfermeras esperaban que yo falleciera de un momenta a otro.
Era el sábado por la noche y víspera del Domingo de Resurrección. Mis hijos habían regresado a casa. Sólo quedaba Demetrio, esperando que Dios interviniera de alguna manera. Estaba sentado con su cabeza inclinada en la sala de espera cuando el silencio de aquel cuarto solitario fue interrumpido por los pasos lentos de la médica. Ella se acercó a Demetrio, le puso la mano sobre el hombro mientras le decía:
—Reverendo Bazán, hemos hecho todo a nuestro alcance por salvar la vida de su esposa. El Señor se la ha llevado a su hogar celestial.
Al oír aquellas palabras, Demetrio lloró desconsoladamente.
—Mire, pastor, su esposa está en el cielo, en un lugar mejor—le dijo ella.
Afanosamente trató de consolar a Demetrio. Pero, ¿cómo podía consolarse mientras veía a las enfermeras empujar la camilla con el cuerpo inerte de su amada esposa, que lo llevaban al cuarto oscuro y frío?
Demetrio regresó a casa y, sin decir una palabra de lo ocurrido, se encerró en el último cuarto para lamentar su tragedia. El mismo relata aquella experiencia:
Luché con el ángel del Señor como lo hizo Jacob. Luché toda la noche con sudor y llanto y súplica. Al pasar seis horas, una voz del cielo me dijo: "Levántate, tu esposa vive, no está muerta." Repentinamente se desvaneció aquel pesar tan horrible. Me levanté de donde estaba arrodillado, me lavé la cara y con quietud de espíritu me dirigí al hospital para ver a Nellie. Entonces aprendí lo que es la oración de intercesión, y supe lo que cuesta hacerla. Yo había predicado de la oración de intercesión muchas veces, pero nunca la había puesto en práctica. Ahora comprendí lo que era agonizar intensamente por el bienestar de otra persona.
Mientras tanto, en el hospital donde los médicos me habían pronunciado muerta, yo me sentía viva. Vi una mano con una cuchara que se extendía hacia a mí mientras una voz me decía: "Toma esto; es sangre, y será tu fuerza y tu vida." Obedientemente abrí la boca y tomé tres cucharadas del líquido que sabía a sangre. Entonces vi la imagen de Jesucristo que me condujo a un paraíso. Era un panorama tan hermoso que me resulta difícil describirlo, pero permanece en mi memoria. Sentí que el cuarto se llenaba de un olor extraño que bajaba del techo, y yo lo respiraba y me daba aliento. Cuanto más lo respiraba tanto más fuerza me daba.
Era la madrugada del Domingo de Resurrección. Demetrio llegó al hospital apresuradamente, y con gran entusiasmo les rogó a las enfermeras que me sacaran de aquel cuarto frío y oscuro, y que me dieran oxígeno porque yo estaba viva. Ellas, irritadas, rehusaron sacarme del cuarto. La única manera de hacerlo era consiguiendo permiso de la médica. Fue tal la insistencia de Demetrio que las enfermeras tuvieron que comunicarse con la médica. Ella regresó al hospital, recorriendo una distancia de sesenta y cuatro kilómetros, para calmar a Demetrio.
Cuando entró la médica, Demetrio corrió hacia a ella y sin pérdida de tiempo le dijo:
—Doctora, por favor, saque a mi esposa de allí. No está muerta.
—Pero, pastor, debemos conformarnos con la voluntad de Dios—le respondió ella.
Sin embargo, perpleja ante sus aseveraciones, condujo a Demetrio hasta el cuarto donde me habían colocado. Apenas abrieron la puerta, la médica gritó con sorpresa:
—iEstá viva! iSáquenla de aquí!
Las enfermeras alarmadas corrían a atenderme. Se maravillaban de aquel acontecimiento tan extraordinario.
Mi esposo rebosando de gozo corría a abrazar a la médica, a las enfermeras y a mí. Saltaba como un niño y exclamaba:
—¡Es Domingo de Resurrección! ¡Es Domingo de Resurrección! iEs un milagro de Dios!
Mientras me sacaban de aquel cuarto, yo les decía:
—Tengo frío y tengo hambre. Quiero un te caliente.
Al llegar las nueve de la mañana allí en mi cuarto estaba mi pastor, el Reverendo Josué Sánchez, ministrando la Santa Cena, como yo se lo había pedido. Hay muchos testigos de esta inolvidable visitación de Dios en mi vida.
Extraído del libro, Enviado de Dios, por Nellie Bazán.